jueves, 29 de marzo de 2012

Huellas en la arena



   En los confines del desierto un hombre y una mujer se encuentran para hacer un viaje. El hombre se llama Ramadán, la mujer Suraqadima, y el viaje que emprenden más parece una huida.
Antes que el viento lo disuelva, se puede ver el dibujo de los pies sobre la arena: las huellas cruzan el desierto hasta el oasis donde abrevan los hombres y las bestias.
Junto al frescor del agua se sientan. Ella afloja el lazo que le ciñe la cintura, desata las sandalias, bebe. Él moja sus sienes, la barba, el pecho, y luego la nuca de ella, el pelo.
Han dejado atrás su casa, los hijos, el marido de ella, la mujer de él, y pasan la tarde haciendo planes. En un día de marcha llegarán al otro lado de las dunas, a una ciudad donde Ramadán tiene amigos y dinero. 
Atrás quedarán las sombras.

   Suraqadima levanta la cabeza y ve una calavera y una inscripción que narra un crimen. Imagina que quien ha muerto aquella vez ha de haber sido una mujer y piensa también que acaso esa mujer haya abandonado al marido y a los hijos para encontrarse con un hombre que tiene amigos y dinero en una ciudad que está al otro lado de las dunas. Y que si no hubiera soplado el viento se podrían ver todavía sobre la arena sus huellas, el viaje a través del desierto, los pies del hombre tras los de ella hasta la mancha verde, hasta la vera del agua, donde él, piensa ella, la ha de haber matado.
Ramadán le pregunta en qué está pensando. Ella señala la calavera y cuenta:

   “Cierta vez una mujer abandonó su casa, su marido, sus hijos para ir detrás de un hombre. Hizo siguiéndolo un viaje en el desierto. En busca de un oasis de agua pura y verde. Y cuando lo encontraron, por alguna razón que desconoce, el hombre la mató a la vera del agua”. 
Cuenta esa historia que nace, sin que sepa por qué, de sus labios y mira al amado a los ojos.
Y el amado la mata por segunda vez.



jueves, 22 de marzo de 2012

La mujer del moñito




Hacía poco tiempo que Longobardo había ganado la batalla de Silecia, cuando los príncipes de Isabela decidieron organizar un baile de disfraces en su honor.
El baile se haría la noche de Pentecostés, en las terrazas del Palacio Púrpura, y a él serían invitadas todas las mujeres del reino.
Longobardo decidió disfrazarse de corsario para no verse obligado a ocultar su voluntad intrépida y salvaje.
Con unas calzas verdes y una camisa de seda blanca que dejaba ver en parte el pecho victorioso, atravesó las colinas. Iba montando en una potra negra de corazón palpitante como el suyo.
Fue uno de los primeros en llegar. Como corresponde a un pirata, llevaba el ojo izquierdo cubierto por un parche. Con el ojo que le quedaba libre de tapujos, se dispuso a mirar a las jóvenes que llegaban ocultas tras los disfraces.

Entró una ninfa envuelta en gasas.
Entró una gitana morena.
Entró una mendiga cubierta de harapos.
Entró una campesina.
Entró una cortesana que tenía un vestido de terciopelo rojo apretado hasta la cintura y una falda levantada con enaguas de almidón.
Al pasar junto a Longobardo, le hizo una leve inclinación a manera de saludo. Eso fue suficiente para que él se decidiera a invitarla a bailar.

La cortesana era joven y hermosa. Y a diferencia de las otras mujeres, no llevaba joyas sino apenas una cinta negra que remataba en un moño en mitad del cuello.

Risas.
Confidencias.
Mazurcas.

Ella giraba en los brazos de Longobardo. Y cuando cesaba la música, extendía la mano para que él la besara. Hasta que se dejó arrastrar, en el torbellino del baile, hacía un rincón de la terraza, junto a las escalinatas. Y se entregó a ese abrazo poderoso.
Él le acarició el escote, el nacimiento de los hombros, el cuello pálido, el moñito negro.

-¡No! –dijo ella-. ¡No lo toques!
-¿Por qué?
-Si me amas, debes jurarme que jamás desatarás este moño.
-Lo juro –respondió él.
Y siguió acariciándola.

Hasta que le deseo de saber qué secreto había allí le quitó el sosiego.
Le besaba la frente.
Las mejillas.
Los labios con gusto a fruta.
Obsesionado siempre por el moñito negro.
Y cuando estuvo seguro de que ella desfallecía de amor, tiró de la cinta.

Tiró de la cinta.
El nudo se deshizo.
Y la cabeza de la joven cayó rodando por las escalinatas.
María Teresa Andruetto

sábado, 17 de marzo de 2012

El Monstruo

Por Matías Trillo

El monstruo  que está en el fin del mar.
En la noche de brea se lanzó a volar;
Alrededor del barco voló tres veces,
Y dijo;"¿Quién es el que ha osado entrar,
En estas cavernas que yo estoy guardando,
En mis techos negros del final del mundo?"
                                                          F. Pessoa


jueves, 1 de marzo de 2012

Honestidad para colorear

  
Claro que en mi mundo la tranquilidad dura poco. Mi ex llamó a la casa de No Florece padre. Como progenitor siempre fue tan "solidario" le contó que yo picoteaba con otro y que estaba feliz sin su presencia ¿A quién quiso ayudar con su actitud? Creo haber escuchado en el monólogo que dio algo sobre de la honestidad.


   Prosigo con Ordeno  y Mando de Amèlie Nothomb.

    Baptiste llega al barrio paquete de Versalles. Nota la diferencia de tener ventanas a tener ventanales. Las ventanas son para mirar y los ventanales para que te miren hasta los timbos. Se imaginó a la esposa de Olaf de varias formas y colores. Probó llave por llave y entró a lo que él sabía iba ser su hogar: empuñaduras doradas, vestíbulo, comedor y mesa de mármol blanco. En el sofá uno podía hundirse hasta el punto de no desear levantarse nunca más.
   Sintió hambre y fue a la cocina a prepararse algo. Mientras comía apareció "su esposa". Para sorpresa de él lo saludó con un natural: “Buenas noches".
   La esposa de Olaf: Alta, esbelta, rubia de ojos azules, amante del Champán. La hija del aire o Ana como las llaman las anoréxicas. 
   Al terminar su plato  Baptiste sonreía pensando en que, sin saberlo ella, era su esposa. Le pareció una situación deliciosa.
   La señorita hablaba muy amablemente. Vaya a saber quién creía que era él. Le ofrece champán Veuve-Clicquot*. "¿Cómo se llama usted?" le preguntó. "Olaf" respondió sin dudarlo. 
    No se atrevía a preguntarle su nombre así que la bautizó como Sigrid, para si mismo.
- Por nuestro encuentro.
- Por nuestro encuentro.
- El champán está tan frío-dijo ella- que parece que estuviéramos tomando polvo de diamantes.
   Luego de la gran siesta Sigrid lo lleva a recorrer una majestuosa bodega. Más allá de lo impresionado que estaba Baptiste sentía hambre. Le propone comer juntos pero, aunque lo intentó, la joven no pudo.
-¿Cómo se llama usted?
-Como usted quiera.
  La muchacha no sabía como se llamaba porque su madre era amnésica y siempre le daba un nombre distinto. En la escuela la llamaban por el apellido que también es el nombre de un hombre. En la escuela la decian: Baptiste*2.


*1:Viuda-Clicquot
*2:Bautista